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Recuerdo el olor a café por la mañana, los croissants calentitos, como recién salidos del horno. La sonrisa de mamá, impecable como siempre y hermosa como ninguna. La caminata hacia el Sacré-Cœur, mirando vidrieras al pasar y parándonos en cada esquina para contemplar las callesitas adoquinadas a nuestro paso. Las coloridas flores en lo alto de la colina, avisando la llegada de la primavera. El metro de Abesses, con ese olor tan característico que generan las ruedas tan peculiares de los vagones. El río Senne, la brisa al caminar. El Pont Neuf, con sus descansos en forma de arco tan particulares. El color verde de los árboles, tan verdes que resaltaban mas de lo usual al costado de cada puente recorrido. Un día de larga caminata que como era costumbre desembocaba frente a nuestra querida Tour Eiffel, que nos esperaba una vez más. Y la sonrisa de mamá.
La sonrisa de mamá es sin duda uno de mis recuerdos favoritos. Sus ojos, pequeños y achinaditos, contemplando cada detalle, como no queriéndose perder de nada, como queriendo retener cada cosa en su memoria, pero lo más impresionante.. como viéndolo todo por primera vez.
En mi cabeza, recuerdo como si hubiese sido ayer, había una frase que no dejaba de resonarme y que alguna vez había leído: uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida. Es así, uno siempre vuelve. En persona o en imaginación, pero uno siempre vuelve. Para volver a sentir el sentido de sus latidos y la inocencia al respirar en su pecho. Volvemos a los lugares en donde nos sentimos acogidos, volvemos a las personas que amamos y nos hacen sentir amados, volvemos a hacer las cosas que en algún momento nos hicieron felices. Uno vuelve. Y volver es bueno, siempre y cuando te haga soneír.

«L'amour, l'aventure et LA VIE»
24 de Julio del 2018. Una aventura más recorrida, esta vez juntas. Los días pasaron y mucho no recuerdo los detalles más engorrosos, pero al contrario sí recuerdo ese olor tan característo de Paris, el calor del sol pegándome en la cara, esa brisa del río Seine que me revolvía el pelo haciéndolo indomable, ironía, igual que mis sueños. Siempre había pensado que mis sueños eran como un cúmulo de partículas, casi invisibles, imparables, incluso para mí, que me guiaban siempre hacia donde ellos más querían. Un gran motor. Y ahora acá estábamos, caminando por el Pont Alexander, mientras tus pataditas me avisaban que ahí estabas.. nunca había sentido el amor, la aventura y la vida tan intensamente como en ese instante, fugaz y eterno a la vez. Los 3: papá, mamá y tus caricias en mi vientre.
Madame Eiffel se alzaba, como cada año que podía acercarme a visitarla, majestuosa ante nosotros. Me miraba suspicaz, como sabiendo lo que sucedía, como sabiendo que ibas a venir. No podía fallar, había sido uno de mis deseos más preciados, deseo que un día le había confesado a Madame Eiffel como un secreto a futuro, esperado como ninguno. Así que ahí estaba Ella, tan hermosa, imponente y hermosa como siempre, mirándonos pasar, mirándonos reír, mirándonos disfrutar y sonreír mientras plasmábamos ese momento con fotos que quedarían en el recuerdo. 'Las preciadas fotos de mamá' me susurré, más para vos que para mí, tocandome la panza como ya era costumbre.
Sin duda, si hay algo que aprendí en todo este tiempo de viajes y sueños realizados es que siempre dejes que tus sueños sean más poderosos que tus miedos.
Sin duda, si hay algo que aprendí en todo este tiempo de viajes y sueños realizados es que siempre dejes que tus sueños sean más poderosos que tus miedos.
Una, dos, tres pataditas más que se hicieron sentir en el lado izquierdo de mis costillas y no pude evitar desear, frente a Madame Eiffel una vez más, «Amor, aventura y vida, mi pequeña Sienna-Amélie»

5 de Mayo del 2016 y el sol resplandecía.. la primavera era hermosa en la ciudad de las luces y las calles olían a flores y a café humeante recién hecho gracias a las exquisitas cafeterías que se encontraban por cada esquina de la ciudad. No había planes concretos, solo caminar, gastar las suelas de nuestros zapatos y disfrutar del calor de Mayo que nos envolvía junto con la mejor compañía: mi mamá y mi amiga de Rumania, mi hermana del corazón.
Recuerdo el sol abrazándome la piel, mi mochila de cuerina sobre mi espalda y mis ansias de comerme el mundo más fuertes que nunca. Mis pies estaban desesperados, más corriendo que caminando por volver a ver a Madame Eiffel desde la esplanada de Trocadero, y mi sonrisa se ensanchaba con cada paso que mis pies hacían a lo largo del Metro de París.
No recuerdo más que el sol y el cielo azúl mar a través de mis pupilas, cegándome por completo junto con la Señora Eiffel que, como siempre, nos recibía más bella que nunca. Los turistas nos rodeaban allí por donde mirásemos, París estaba lleno de vida y no con la calma embriagadora que nos había envuelto el invierno pasado. Los colores brillaban de un modo diferente, los árboles habían florecido con sus flores de color blanco y rosa, y Ella que nos observaba elegante como siempre desde lo alto haciendo que cayéramos una vez más en esa realidad que siempre veíamos tan lejana en nuestros pensamientos.
Cuando llegamos a Trocadero la temperatura debía de estar por tocar casi los 30 grados, las fuentes de agua danzaban salpicando una pequeña brisa de agua fresca y la gente se amontonaba con pequeñas cestas de picnic y sus respectivas mantas a lo largo del Jardin du Trocadero que se encontraba bajando las inmensas escaleras de la explanada principal. Y recuerdo que, casi sin poder evitarlo, después de comprar un par de gaseosas junto con nuestros Hot dog fromage nos sentamos bajo la sombra de un árbol con una de las mejores vistas del lugar, pero lejos de toda la multitud. Era increíble, podíamos observar a Madame Eiffel entre los árboles mientras disfrutábamos de un almuerzo atípico en la mejor compañía, mientras sonreíamos al darnos cuenta de dónde nos encontrábamos. Aún al terminar nuestro almuerzo, no podíamos movernos del lugar que nos ataba como un imán, así que nos quedamos allí sin más.. observándola a Ella que nos sonreía cada vez que una Polaroid salía de mi cámara. Supongo que las horas pasaban, pero nosotras no nos dábamos cuenta, no necesitábamos de ningún reloj que nos marcara la hora.
Ahora comprendo que el tiempo te da algo, antes de quitártelo. Con cada segundo que pasaba no paraba de agradecer el poder estar ahí, acumulando esos instantes especiales que más tarde se recuerdan, esas pequeñas cosas que te hacen feliz. Ahora entiendo por qué uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida.. cuando uno se hace mayor se da cuenta de que lo que llamamos felicidad es solo la suma de momentos bonitos, y éste sin duda iba a ser una vez más inolvidable.
5 de Mayo del 2016.

Era el último día en el continente que me había brindado tantas aventuras durante un mes. Las manos me temblaban al hacer la valija que debería dejar hecha para volver a casa, para cruzar el Océano Atlántico una vez más y volver a mi hogar.
Un último recital que nos esperaba a tan sólo 3 horas y media de vuelo desde Amsterdam, Holanda.
¿Cómo explicar tanta adrenalina? Después de un mes y una semana cumpliendo sueños, corriendo a través de los aeropuertos, empapándonos de aventuras y rodeados de todo tipo de sentimientos sólo faltaba la recta final: teníamos menos de 24hs en Romania para disfrutar del último recital, el último de la lista.
Éramos tan solo dos amigas de dos mundos diferentes perdidas en un hotel inmenso, muertas de cansancio pero llenas de ansias. Recuerdo la adrenalina correr por nuestro cuerpo, supongo que fue la que nos permitió ganarle a nuestros ojos cansados. Ya no importaban las peleas sin sentido, el miedo de perder algún avión, el terror al cielo imponente. Ya no importaba más nada, es lo que pasa cuando te das cuenta de que el final está llegando.
Gritos, felicidad, llanto, fuegos artificiales, música, rock, personas especiales que significaban demasiado para nosotras, baile y brindis, éso fue lo último que recuerdo de aquella maravillosa noche del 6 de Junio del 2016. Nuestro último recital, nuestro último día juntas antes de volver a casa. Siempre se recuerda el último día, es el desenlace final de toda historia.
Nueve aviones. Esa cantidad exacta. Nueve. Sí, a pesar de los ataques de pánico que me agarran cada vez que subo a uno. Nueve aviones y una decisión de por medio: o podes quedarte sentado esperando que las cosas pasen, o salir y volar en busca de lo que realmente querés. Nueve aviones sólo para cumplir mis sueños, sólo para ver mis sueños hacerse realidad en primera fila. Y fue cuando, una vez más, me dí cuenta del poder que todo eso provocaba.
No hay nada mejor como empezar por el final, ¿a que no? Cuando inevitablemente miras hacia atrás y recordas cada detalle de lo que hiciste.. te das cuenta del valor que tuviste, de los errores que cometiste, de las risas, de los llantos, del esfuerzo. Y sonreís, o llorás de felicidad, porque lo verdaderamente importante es que haya sucedido. Y entre risas y lágrimas, no podes evitarlo, te das cuenta de que lo volverías a hacer. Una y otra vez.
No importa cuántos obstáculos tengas, nunca te rindas. Fue lo más valioso que aprendí ese último día.
Foto sacada la madrugada del 7 de Junio del 2016, desde nuestro hotel en Bucharest, Romania.
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